domingo, 26 de octubre de 2008

PARA QUE NO PERDAMOS EL ALMA

Por Rodrigo López Oviedo

¿Estaremos perdiendo el alma? No solo los grandes medios y muchos de sus lectores alaban la aparición de un asesino que porta una mano de una de sus víctimas, sino que el Fiscal General de la Nación le notifica al país que el criminal podría quedar exento de responsabilidad, ya que pudo actuar bajo “un miedo insuperable, un error invencible o un estado de necesidad excluyente”, además de que sus víctimas hacían parte de una organización “donde la vida no vale nada”. De sobremesa, el mismo Fiscal le ampara el derecho al criminal a reclamar cinco mil millones de pesos que habían sido ofrecidos a quien suministrara información que condujera al abatido. Sí, pareciera que estuviéramos perdiendo el alma.

Resulta curioso que en un país en el que un pleito por cuatro palos puede dar para varios años de controversias judiciales, este funcionario, que debería ser garante de cumplida justicia, haya resuelto de un tirón tan espinoso tema, sin apercibirse de que con la revisión de dos o tres mandatos constitucionales, en especial los referidos a la igualdad ante la ley y a la protección de la vida, hubiera podido encontrar una solución más cristalina y lógica: rechazarle al peticionario el requerimiento y ordenar su encausamiento, en lugar de denegarle justicia a sus víctimas.

Fue tan flagrante el exabrupto del Fiscal que, para enmendarle la plana, el Gobierno tuvo que decir que la plata se pagará, sí, pero no toda, y no por la cabeza del guerrillero ni por su mano, sino por el computador que el asesino le decomisó para entregárselo a las autoridades como prueba de que la traición no era solo contra su jefe, sino contra todos sus compañeros del pasado.

Hay quienes dicen que de no pagarse la recompensa, se desestimularía este tipo de colaboraciones criminales. Pues precisamente por ser criminales, tales colaboraciones deben ser rechazadas. No hacerlo le daría rango de auxiliar de la justicia al homicidio y lo legitimaría como mecanismo para lavar culpas y llenar bolsillos, además de que representaría para el Estado una renuncia a su monopolio en la administración de justicia, pues a partir de allí, cualquier particular podría ejercerla incentivado por la recompensa, así tuviera que asumir por propia mano la proscrita pena de muerte, y no solo contra el presunto criminal, sino también contra quien quisiera y pudiera impedirla, como parece haberle ocurrido a la compañera del Comandante guerrillero.

En este caso, como en todos, la justicia tiene que intervenir, no solo por ser esa su obligación constitucional, sino por la necesidad adicional de aclarar suspicacias en el sentido de que el asesino contó con apoyos oficiales, pues no de otra forma podría explicarse su fácil movilización por unos campos que estaban copados por el ejército y menos que hubiera podido coronar su periplo con la entrega de la macabra mano.

El pensamiento democrático del país ha comenzado a movilizarse para impedir el pago por este crimen y para exigir el encausamiento del criminal con todos sus cómplices y determinadores. Ya se han presentado algunas acciones judiciales en tal sentido, y solo resta que la presión ciudadana, unida a la probidad de los jueces, disuadan del empleo del crimen como instrumento de justicia y le hagan volver el alma al cuerpo de nuestra nación.

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