domingo, 26 de octubre de 2008

HACIA UN MUNDO SIN DROGAS

Por Rodrigo López Oviedo

De la reunión de la Comisión Latinoamericana de Drogas y Democracia, celebrada en Bogotá durante los pasados tres y cuatro de septiembre, se esperaban conclusiones que dieran cuenta no solo de la calidad de sus miembros, sino también de la gravedad del fenómeno bajo su estudio. Como bien se sabe, de esta Comisión hacen parte personalidades de la talla de los ex presidentes Fernando Henrique Cardoso, Alfonso Cedillo y Cesar Gaviria. Los resultados no fueron los esperados, pero debe abonárseles a los comisionados que hayan llegado a reconocer los mil fracasos con que está quedando empedrado el camino de la penalización de este flagelo.

Dice John Stuart Mill que “El único propósito para ejercer correctamente el poder sobre cualquier miembro de una comunidad civilizada, en contra de su voluntad, es evitar el daño a otros. (…) Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y mente, el individuo es soberano”. Si bien el tráfico de drogas afecta la vida en sociedad, los adictos no están animados del deseo de dañar a otros ni de impedirles el disfrute de los bienes y derechos creados por el hombre o apropiados de la naturaleza. Al contrario, siendo víctimas de una sociedad que no hace lo suficiente por preservar a sus miembros de lo que puede afectarlos, ellos ni siquiera se quejan de tal cosa; y si acaso terminan infringiendo alguna norma, es solo a consecuencia de las restricciones que encuentran y de la represión de que son víctimas.

No se crea por lo anterior que la sociedad deba permanecer impávida ante las nocivas manifestaciones de este fenómeno. Sin embargo, ha sido la represión la que menos triunfos le ha permitido mostrar, pues el problema a la larga se viene robusteciendo. Vale la pena estudiar la experiencia de países como Estados Unidos, en donde 34 de sus Estados han aprobado leyes permisivas al consumo de marihuana, dado su valor terapéutico; o como Suiza, en donde el gobierno de algunas de sus ciudades provee de heroína y otras drogas a los adictos; o como Holanda, donde se suministra metadona a los consumidores de opiáceos y jeringas para prevenir el SIDA.

Todo lo que se haga por acabar con la clandestinidad del consumo contribuirá a reducir sus manifestaciones criminales. Pero resultará insuficiente si no se rompe también con la clandestinidad a que está sometido el tráfico, ya que ninguna pena, de ningún país del mundo, ha resultado suficiente para disuadir a quienes persiguen las altas ganancias con que se premia a quienes logran burlar leyes y fronteras.

La cada vez más extendida mancha que cubre cuanta institución oficial pueda ser utilizada para irradiar su poder criminal y el cortejo de sangre que su represión exacerba se han convertido en grito desgarrador que demanda prontas y efectivas respuestas. Solo la despenalización internacional del tráfico puede reducir las conmociones propias de este negocio a las justas proporciones de su mercado. Y aunque esta política tienda a elevar el número de adictos, con certeza disminuirá la gravedad de las adicciones y el número de víctimas fatales.

Habría sido bueno que la Comisión Latinoamericana de Drogas y Democracia hubiera acordado abrir un debate internacional sobre la despenalización del tráfico de drogas. Un mundo sin este flagelo solo es posible alcanzarlo con soluciones que trasciendan las fronteras nacionales.

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