Por Rodrigo López Oviedo
Nada de orgullo nos produce la
reacción del gobierno colombiano ante el fallo de La Haya. Nos hace acordar del
muchacho riquito de la cuadra que, cuando alguna decisión no le gustaba,
amenazaba con echar mano a su balón e irse.
Retirar al país del Alto
Tribunal no puede ser la respuesta: ya lo hecho, hecho está, y el fallo es
inapelable. Tal retiro solo va a dejar a nuestro país por fuera de un concierto
inmenso de naciones que han entendido que para preservar la paz se requiere de
mecanismos idóneos e imparciales a los que se pueda acudir en caso de
conflictos que no puedan resolverse directamente entre las partes.
Pero con atizar la hoguera
bélica tampoco puede responderse. El pueblo nicaragüense, al igual que el
colombiano, ha tenido que trasegar por duros años de una violencia en la que
los únicos beneficiados han sido los empresarios de la guerra, amén de unas
oligarquías que han aprovechado tal ambiente para perpetuarse en el poder y
hacerlo garante de su posición dominante dentro de la sociedad. Sólo ahora, con
la revolución sandinista en marcha, nuestros hermanos han comenzado a vislumbrar
un horizonte de luces, y mal haría Colombia con convertirse en el instrumento
del Imperio que impida la consolidación de tan importante proceso.
Cómo contrasta la posición del
gobierno Santos con la que ha asumido Daniel Ortega. A las soterradas agresiones
del primero, el segundo ha respondido con una invitación al diálogo, todo con
el más generoso ánimo de garantizarles a los pescadores de la zona, nuestros
compatriotas sanandresanos, unas condiciones de trabajo que en nada demeriten
las actuales y que, por el contrario, tiendan a mejorar, como vienen mejorando,
en general, las del propio pueblo nicaragüense.
Y no se trata de nada nuevo.
Recordemos que Nicaragua hace parte de la Alianza Bolivariana para los Pueblos
de Nuestra América –ALBA-, un tratado mediante el cual los ocho países
integrantes buscan colaborarse y complementarse política, económica y
socialmente, en pie de igualdad, como medio para superar los desequilibrios que
los afectan.
Gracias a ese tratado, el mundo ha visto cómo circulan médicos cubanos por
entre la Alianza ofreciendo su formación científica, cómo el petróleo
venezolano irriga sus industrias a precios subsidiados, en fin, cómo estos
países brindan con desprendimiento, y a la vez reciben, la expresión de sus
ventajas comparativas, todo en función del bien común y no de los apetitos del
gran capital.
Ese es el camino que el presidente Santos debe tomar,
en lugar de soltarles las riendas a los arrebatos bélicos de algunos
personajillos que ya han demostrado su peligrosa condición.
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