lunes, 18 de mayo de 2009

LEGALIDAD, ÉTICA Y MORAL


Por Rodrigo López Oviedo

Dejando al margen los intereses de clase, que son los determinantes del accionar parlamentario, expedir leyes que carezcan de vacíos, de contradicciones, de imprecisiones y de ambigüedades es la gran responsabilidad del Congreso. No se trata de nada fácil: Los muchos casos legislables que se presentan en la realidad hacen remota la posibilidad de que un cuerpo normativo los atienda todos y deje a los inescrupulosos sin un margen para la actuación indebida sin tener que infringir la ley.

Como leyes con tales características casi nunca se logran, su interpretación suele verse sometida a esfuerzos a través de los cuales el intérprete se ve obligado a analizar su letra en correspondencia con el espíritu que las encarnó, a establecer analogías y correspondencias con otras disposiciones, a traer a cuento jurisprudencias y doctrinas y, de vez en cuando, a dejar insatisfecho a uno que otro ciudadano con el resultado obtenido.

Pese a tales dificultades, los insalvables yerros siempre podrán hacerse menos dañosos si el esfuerzo se acompaña de una actitud sujeta a estrictos principios éticos y morales. No entenderlo así es lo que llevó al Ministro de Hacienda, doctor Oscar Iván Zuluaga, al desaguisado de marca mayor que cometió cuando, en compañía de otros ministros y funcionarios, rendía cuentas ante el Senado por las decisiones oficiales que condujeron a que un predio de los hijos de Uribe se revalorizara al diez mil por ciento.

En tal ocasión, el Ministro afirmó que “la ley es el único estándar para decidir si el funcionario público cumple con lo que le designó la sociedad”, que “la ética es la ley”, que “un funcionario no está para interpretar la ley sino para cumplirla” y que la Constitución solo le demanda responsabilidades a los funcionarios por infringir la Constitución y la ley. Lamentablemente olvidó que la misma Constitución pone a responder a las autoridades, además, por la omisión y la extralimitación en el ejercicio de sus funciones y las obliga a “ceñirse a los postulados de la buena fe”.

El Ministro bien sabía que ética y moralmente no podía salir avante en la defensa de su actuación permisiva ante el exagerado apetito de Simoncito y Jerónimo y optó por desconocer la importancia de tales imperativos y elevar la legalidad a la condición de “único estándar” de su comportamiento.

En tal contexto, la pulcritud y el decoro no son valores de importancia para el Ministro mientras los límites de su inobservancia no se extiendan al Código Penal. De acuerdo con sus afirmaciones, al Ministro sólo le importa que un acto cumpla con la ley, o al menos que no la viole. A él le parece innecesario diferenciar lo correcto de lo incorrecto; lo justo de lo injusto; lo conveniente de lo que no lo es. A él le resulta normal que se actúe en desmedro de la moral y de las buenas costumbres, así los actos, las extralimitaciones y las omisiones correspondientes impliquen engaño, trampa o mentira, siempre y cuando nada tengan que ver con hechos punibles. Esto ilustra suficientemente sobre la condición ética y moral del Ministro y sobre lo que estaría dispuesto a hacer en caso de ser puesto ante tal necesidad por los imponderables de la vida.

Lo peor es que en esa filosofía lo acompañaron las mayorías uribista del Senado.

No hay comentarios: