Por
Rodrigo López Oviedo
Sin entender mucho de física, como de ninguna
otra ciencia, pero todavía con alguna posibilidad de asombro ante sus
sorprendentes logros, no puedo dejar pasar desapercibido el maravilloso
descubrimiento de la partícula de Higgs, la cual permite que la humanidad por
fin tenga respuesta a inquietudes tan antiguas como la relacionada con los
fenómenos que debieron presentarse en el inicio mismo del universo para que, con
la condensación de la energía, surgieran las primeras partículas materiales.
La existencia de la partícula de Higgs fue
predicha por el científico inglés Peter Higgs (de allí su nombre) en 1964. Es
decir, que para demostrar que existía se requirió de casi media centuria de
denodados esfuerzos de alta investigación, así como también de sofisticados
laboratorios, poderosos aceleradores de partículas, monumentales colisionadores
y avanzadísimos equipos de cómputo.
También se la conoce con el nombre de partícula
de Dios, o partícula divina, por el extraordinario papel que jugó en los
primeros nanosegundos del big bang para que ocurriera el nacimiento de la
materia. De igual manera, algunos se han
atrevido a llamarla partícula maldita por los inconmensurables costos que
demandó descubrirla.
Aunque tan impías denominaciones han sido el
producto de una creatividad ajena a la comunidad científica, lo cierto es que
en ellas se ve reflejado el eterno conflicto entre dos visiones del universo:
la que lo ve como el producto de un soplo divino, nacido de una manera preestablecida
y para siempre, y la que lo percibe como el producto en evolución de inmensas
fuerzas naturales, siempre en un avasallante desarrollo. Un conflicto soterrado
a veces, franco otras, que siempre ha enfrentado a las fuerzas del progreso con
el oscurantismo y que no ha dejado de producir profundas huellas de dolor en el
corazón de la humanidad. Pero también un conflicto en el que las fuerzas del
progreso, marchando de la mano de la ciencia, han venido tomando ventaja,
llevando incluso a los personeros de las posiciones más dogmáticas a recular en
sus apreciaciones, como bien lo hizo el Vaticano recientemente al negar la
existencia de cielos y de infiernos más allá de esta vida terrenal.
Comprobar la existencia de la partícula Higgs requirió
del esfuerzo de más de cinco mil científicos y de incalculables recursos. No
obstante, resulta suficientemente justificador de tan descomunal inversión el que
se hayan logrado alcanzar pruebas que permitan superar infundados credos
milenarios. Están por verse los efectos que sobre otros campos de la ciencia puedan
derivarse de este descubrimiento. Ojalá nos alcance el día para saber que esos
efectos han llegado, así la ignorancia en que nos mantiene el sistema no nos
permita comprenderlos.
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