Por Rodrigo López Oviedo
Se volvió costumbre del
Gobierno tirar la piedra y esconder la mano; negar los hechos en la tormenta y
reconocerlos en aguas calmas; aceptar que las cosas pasan solo cuando son
incontrovertibles. Así lo vimos en la historia de humildes muchachos que terminaron
asesinados dentro de un alevoso plan para cobrar los beneficios ofrecidos en
memorandos militares a los que pronto se les descubrieron sus aristas
criminales.
Episodios de tal naturaleza solo
en una ocasión generaron el debido remezón. Por ese entonces, las evidencias se
hicieron tan ostensibles, y las responsabilidades llegaron a tan altos niveles,
que el comandante general del Ejército, tres generales más, 11 coroneles y un
mayor tuvieron que verse defenestrados de sus cargos al hacérseles imposible demostrar
el embuste de las muertes en combate.
Ese episodio en particular
hizo notorio un escandaloso encadenamiento de complicidades que, por no siempre
salir a la luz pública, dejan ocultos a los responsables de unas estrategias de
seguridad orientadas a eternizar un statu quo que solo beneficia a unas cuantas
familias, de las cuales forman parte uno que otro de los muchos funcionarios
que hoy se creen dueños del poder, no siendo en verdad más que ingenuos
servidores de los verdaderos dueños, así finalmente saquen un modesto partido
de las posiciones que ostentan.
En esa cadena de
responsabilidades están los ejecutores tácticos de las decisiones estratégicas,
que son los que asumen las culpas por los fracasos en que se incurra. Allí
siempre habrá oficiales de variada graduación, puestos todos en camino a un
generalato al que podrán acercarse, o incluso llegar, según sea su grado de
obsecuencia en el cumplimiento de las estrategias.
Están también los otros, los
inmostrables, los del trabajo sucio, los mancusos, aquellos personajes siniestros
que no reciben charreteras ni rangos honoríficos, pero sí poderes libres de
toda jurisdicción que no pueda sustraerse al imperio de sus armas.
Todos pagan sus responsabilidades
con la impunidad; pero cuando esa impunidad se les hace imposible, los primeros
pagan con el cargo, y algunas veces con las rejas; los segundos con las rejas,
y si saben mucho, con la extradición. Ah, y ambos con el riesgo de pagar también
con el silencio de los camposantos.
Los que sí nada pagan son los
responsables de todo: los grandes dueños del país, que son los mayores
beneficiados con tan vergonzosas complicidades. Y entre ellos, el que nos ha
sembrado de más vergüenza, el mandatario del poncho y el perrero, que aunque le
sean señaladas sus culpas por los mancusos que ayer le sirvieron, continúa
orondo enrostrándonos la impunidad a que le da lugar la inmunidad presidencial.
¡Por ahora!
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